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Juicio del Santo Oficio

«Vivimos en tiempos tan difíciles que es peligroso hablar o guardar silencio». Así parecen aseverar ―con Juan de Vives― estas figuras de inquisidores, enjuiciados, cráneos de condenados y familias de criptojudíos, imágenes todas insertas en matrices de dimensiones disímiles y confluyentes, evocando las tribulaciones sufridas por Luis de Carvajal, El Mozo: El Alumbrado, y relatadas por él en su Laus Deo.

…porque tu juicio no es como el de los hombres
que a los que confiesan condenan
y a los que niegan salvan…
(p. 62)

Bajo estas palabras de El Mozo, Fariñas se inspira para recrear con dramáticas alegorías a línea la noticia del horror desplegado en los autos de fe y evoca, entrelazando correlatos, los juicios contra Luis de Carvajal, El Mozo, y su familia, junto a todas las impías sentencias ejecutadas a partir de los edictos emitidos al amparo de una distorsionada médula bíblica con que los jueces del Tribunal de la Santa Inquisición justificaban sus mandatos, tal como la acérrima insidia y las crueldades consumadas durante los juicios inquisitoriales aparecían aprestadas y cubiertas largo tiempo atrás por aquel San Agustín que sentenciaba: «La necesidad de dureza es mayor en la investigación que cuando se inflige el castigo». La Inquisición creyó dorar con tan ancestral y erudito manto los cuerpos macerados en el potro y la carne calcinada en las hogueras. La historia y la imagen estampan el crimen y el dolor.

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